La muy popular Pavane pour une infante défunte fue compuesta para piano en 1899 y su orquestación, también de Maurice Ravel, delicadamente escrita, data de 1910. Esta última se estrenó el día de Navidad del año siguiente en París bajo la batuta de Alfredo Casella, siendo dedicada a la princesa Polignac (Winnaretta Singer), gran mecenas y amiga del compositor. Se ha hablado mucho del curioso título de la obra, siendo necesario valorar al respecto las propias palabras de Ravel: “No hay que dar importancia al título. Lo elegí sólo por sus cualidades eufónicas. No es un lamento fúnebre por una niña muerta, sino una evocación de la pavana, un baile señorial de la corte española del siglo XVI, que podría haber bailado una princesita como las que pintó Velázquez”.
Aunque Ravel no completó Tzigane hasta la primavera de 1924, la idea de componer una obra de este tipo se le ocurrió muchos años antes, con ocasión de admirar en Londres al muy virtuoso violinista húngaro Jelly d’Aranyi, su dedicatario, que lo estrenó el 26 de abril de 1924 en el Aeolian Hall londinense.
Dedicada a Pablo Sarasate, Introducción y Rondo caprichoso, Op. 28, compuesta en 1863, es una de las obras maestras de Saint-Saëns, verdaderamente desafiante y un testimonio del amplio conocimiento que del violín tenía el maestro. Su frecuente programación por parte de Sarasate contribuyó en gran medida a su popularidad en los años posteriores a su publicación en 1870, teniendo un atractivo tan amplio que tanto George Bizet como Claude Debussy hicieron arreglos de ella; el primero para violín y piano, y el segundo para piano a cuatro manos.
Dada la enorme y duradera popularidad del Réquiem de Fauré, resulta curioso contemplar los diversos cambios por los que pasó para tomar su definitiva versión que se estrenó en el Palacio del Trocadero el 12 de julio de 1900 en París, con un coro de 250 personas y la Orquesta de la Société des Concerts du Conservatoire, bajo la dirección de Paul Taffanel.
La obra está compuesta en siete números para soprano y barítono, coro mixto, orquesta y órgano. Se omite la secuencia completa del Dies irae, siendo reemplazada por la sección Pie Jesu. El movimiento final, In Paradisum, se basa en un texto que no forma parte de la liturgia de la misa exequial sino del rezo ritual fúnebre. En todo momento, la sugerencia del canto gregoriano aderezado por el melos y la impronta musical de Fauré le confiere un atractivo inmediato y un aura de atemporalidad. Sus movimientos forman un arco cuya piedra angular y punto culminante es el Pie Jesu central, la solitaria voz que pide al Salvador el descanso eterno en frases largas, clásicamente equilibradas, tiernas e infinitamente conmovedoras, flanqueadas por el sereno levantamiento del Sanctus, sobre el que flota una exquisita cantilena de violín, y el dulce y consolador Agnus Dei. Antes y después, respectivamente, los sombríos Offertorium y Libera me son recordatorios del juicio final, más efectivos por ser discretos, con sus solos de barítono que se destacan del cuerpo coral para suplicar liberación y reposo. En los puntos extremos, el Introito inicial en tonos oscuros y el Kyrie se equilibran con el resplandor sublime del In Paradisum final: “Allí te reciba el coro de ángeles y, con Lázaro, una vez mendigo, tengas el descanso eterno”. Fauré escribió sobre la obra: “Todo lo que logré sentir a través de una ilusión religiosa lo puse en mi Réquiem, que además está dominado de principio a fin por un sentimiento muy humano de fe en el descanso eterno”.